Una de los temas que más vueltas está dando al mundo es el de la pésima utilización del cuerpo de los demás que hacemos los humanos. Machacamos los cuerpos ajenos abusando de ellos, disparándoles, torturándolos, manoseándolos, deseándolos con sevicia, forzándolos a someterse a procesos horripilantes.
Los cuerpos humanos, que no son otra cosa que los humanos, han sido siempre, pero parece que ahora más, objeto de aberraciones impensables. Las más dolorosas las que inventó la religión para hacer confesar lo que nunca se había hecho, las más asquerosas las que ponen en marcha los jefes para lograr que subalternos le produzcan placeres aberrantes, las que más huella dejan las que comenten los encargados de niños en cuyas cabecitas mezclan poder, religión, culpa y todos esos ingredientes de los que viven los abusadores y pederastas. La política y sus dictaduras también han inventado maneras horribles de relacionarse con los cuerpos ajenos. La sexualidad mal llevada ha inventado modos impensables de ofender, humillar, agredir, oprimir, sojuzgar a otros a los que por medios violentos -nunca consensuados- pueden ultrajar con bastante impunidad.
La mayor parte se cometen y se han cometido contra las mujeres, aun así utilizo el neutro porque creo que los cuerpos, todos los cuerpos que han sufrido abusos, maltratos, humillaciones, vejaciones, son dignos de ser tenidos en cuenta.
Con la necesaria -muy necesaria- explosión de relatos que se han producido en el siglo XX y en lo que llevamos de XXI hemos destapado a obsesos, torturadores, asesinos, violadores, pederastas, abusadores, y toda clase de indecentes e indignos seres humanos.
Los medios de comunicación necesitan, viven de ello, exagerar, maldecir, y generar angustia. Sin angustia se venderían la cuarta parte de los periódicos. Por ello han llevado al cuerpo humano, esta vez al cuerpo y no al ser humano, a la sacralización y como sobre todo lo que se sacraliza los medios han advertido de las miles de herejías que se pueden cometer contra este nuevo objeto de culto. Han contado todo lo que se ha hecho y se debe dejar de hacer… Pero nunca han hablado de lo que se debe hacer.
Las fronteras existen, siempre han existido, soy un ferviente defensor de las fronteras, pero como espacio de encuentro. No de disputas, no de agresiones, no de tensiones. Sí de intercambios, de conexiones, de acercamientos. La frontera del cuerpo es la piel, las formas de relacionarnos con la piel de los otros marca nuestro nivel de respeto por ese otro. La piel nos delimita, fija nuestro contorno, le cuenta al mundo quienes somos, dónde estamos, la piel nos ayuda a saber que tenemos derecho a un lugar en el mundo.
Si continuamos diciendo que no podemos tocar las pieles como ya dijimos que no podíamos acercarnos a las fronteras, convertimos al ser humano en un cajón de individualidades mucho más solitario y agresivo de lo que está siendo en la actualidad. Si sacralizamos con la vehemencia de los medios de comunicación para vender más y más periódicos, matamos capacidades que han crecido con el desarrollo del ser humano.
Somos una de las pocas, sino la única especie que levanta a su cría en brazos, la acuna, la arrulla con caricias y la besa hasta conseguir que duerma, durante meses. Somos la única especie que crece en sabiduría y conocimientos a través del amor, del contacto, de las caricias -imprescindibles para un desarrollo equilibrado- y no solo de los padres o los familiares de sangre.
Somos piel, somos grandes superficies de piel en contacto con el mundo y necesitamos ese con-tacto. Necesitamos los juegos de seducción, necesitamos la conquista de quien queremos sea nuestra pareja de forma temporal o eterna. Somos lúdica y en la lúdica el cuerpo juega y debe seguir jugando un papel imprescindible.
Es importante reivindicar el papel del cuerpo como lugar de encuentro. Como espacio de reconciliación con la naturaleza, con nuestra naturaleza, que ha ido incorporando esos modos culturales de seducción que nos ayudan a trascender de lo meramente animal.
Por eso debiéramos comenzar a construir mensajes en positivo sobre la maravilla de tocarnos, de acariciarnos, de contemplar el cuerpo no como templo inaccesible, no como espacio del pecado, no como lugar para los más terribles sacrilegios, no como altar de sacrificios. Como lugar de placer, no únicamente sexual, -no únicamente placer pensado de forma orgásmica-, como espacio de lenguajes increíbles y desconocidos.
Disfrutar del cuerpo es algo que debemos enseñar a nuestros hijos, a nuestros nietos. Si les seguimos aterrorizando posiblemente en breve vayamos todos con escafandras y trajes antisépticos completando el aislamiento que ya comenzaron los celulares al quitarnos la palabra hablada frente al otro sumiéndonos en interminables wasaps que escribimos estando incluso en la misma mesa.
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